A veces escucho determinadas cosas que dicen algunos adultos y me da la sensación de que nacieron ya con la edad que tienen actualmente. Es como si todos hubieran sido aplicados desde parvulario hasta el final de los estudios que hayan cursado. Es como si a ninguno les hubiera gustado salir, ni hubieran hecho nunca tonterías, ni -por supuesto- las continúan haciendo.

Quizás la rara soy yo. Quizás era solo yo la que, una vez que llegué al Instituto, las clases me las pasaba por el Arco del Triunfo. Quizás era solo yo la que no pensaba en el futuro porque no sabía ni qué era. Quizás yo era la única irresponsable, a la que solo le interesaba la música, el inglés, la literatura y la historia.

A la que solo le fascinaba el teatro, el mundo y los amores. A la única a la que todo le parecía que no iba con ella, que nada tenía consecuencias. Nos sorprende la actitud de los adolescentes, como si nosotros hubiésemos sido conscientes del paso del tiempo siempre.

Parece que algunos adultos han perdido la memoria de quiénes fueron. Lo encuentro muy triste, porque me da la sensación de que no saben quiénes son. Todos cambiamos, evolucionamos, en eso consiste la vida. Pero si olvidamos quiénes éramos, qué nos apasionaba, qué nos movía las tripas… ¿No hemos dejado entonces de ser quiénes somos?

Estamos de acuerdo en que nunca jamás de los jamases volveré, por ejemplo, a ponerme la mayoría de los modelitos de antaño; cosas que antes me encantaban ahora no lo hacen o me dejan indiferente, pero no por ello las olvido. Formaron parte de mí un día, un tiempo, una etapa y me han hecho ser en cierta manera quién soy hoy. Como el primer amor. Ya ni de coña, pero no lo olvidas. Pues eso.

Ahora, con Internet y las redes sociales doy gracias de haber pasado mi adolescencia en el más absoluto analfabetismo tecnológico. Si no, ahora sería lerda. Pero lerda del todo. O por lo menos bastante más de lo que lo soy hoy.

Para empezar no hubiera leído lo que he leído… Me hubiera perdido mil y una historias -que no stories– de las de verdad. No me hubiera aburrido soberanamente, por lo tanto mi cabecita no hubiera sido loca, sino una cabecita sumergida, ojiplática, en una pantalla.

– «¡Qué exagerada, anda ya!», dirán algunos. Me estoy quedando corta.

Ojo, que no digo que no aporte oportunidades inimaginables o que sea perjudicial, pero sin límites lo es, y mucho.

Sin control, a la larga, corres el riesgo de quedarte en la subnormalidad profunda. Hace poco más de una semana me decargué Snapchat: me llevé dos días haciendo la gilipollas delante de la pantallita probando filtros, grabando videos y haciendo el chorra sin parar.

Yo, que sí, que me encanta hacer el tonto, pero que ya me llaman señora, y a mucha honra.

Cómo siquiera pretendemos que unos chavales en plena efervescencia prefieran leerse un capítulo de El Quijote (no digo ya el libro entero), que estar poniendo ojitos con pestañas kilométricas o partiéndose el culo con el último filtro de la App. No se puede competir con eso. No como se intenta hacer. La educación en casa para esto es primordial. Siempre lo ha sido, pero ahora es indispensable.

¿Qué hubiera sido de mí y de muchos de nosotros?

Yo me visualizo… Y ya os digo… Lerda, lerda sin solución.

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