Estaba la Ansiedades tan a gustito en la cama, ya despierta, a eso de las ocho y media de la mañana, sin echar cuenta de su ansiedad e hipocondría acrecentadas por la pandemia, cuando ha sonado el móvil y ha salido disparada, acordándose de que la tenía que llamar la doctora para el resultado de unas analíticas.
Los análisis no están del todo bien, por lo que habrá que repetirlos en un par de meses y, cuando le aclara que le dejará la documentación abajo para que la recoja, le suelta: —Mejor te la dejo ya, porque como está la cosa con la pandemia, no sé yo… No te puedes imaginar la cantidad de casos Covid que hay, no damos abasto.
A doña Angustias se le pone la cara blanca y, tal como cuelga,
mira en el móvil cómo están los casos en su ciudad… Mal asunto. Está la cosa jodida, sí.
A los pocos minutos vuelve a sonar el teléfono: una agradable voz le ofrece un seguro de decesos, aclarándole que si no lo tiene ya contratado hace muy mal en no hacerlo en ese mismo instante. La Ansiedades le cuelga y empieza a hiperventilar.
Esa misma tarde se entera de que el hijo de un conocido tiene que hacerse una PCR, porque un niño de su clase ha dado positivo. Angus decide en ese momento hipocondríaco que irá a jugar al pádel como tenía planeado, porque la pista es al aire libre. Sin embargo no acudirá a la comida de después, ni a almorzar con su madre al día siguiente. Sabe que se llevará un disgusto porque le había comprado salmonetitos, con lo que le gustan…
La Ansiedades se levanta temprano y le da tiempo recoger toda la casa antes de ir a jugar al pádel. Sale pronto, le apetece ir tranquila y escuchando Carnaval. Llega quince minutos antes de tiempo y se queda fuera, al solecito, con sus cascos, esperando a las demás templándose del frío que hace esa mañana. Llegan, suben a la pista y empiezan a pelotear, sin calentar ni nada…
De pronto, en un gesto imperceptible, doña Ansiedades nota que le dan un fuerte
pelotazo en el gemelo, se gira y ve la pelota en otra zona de la pista.
Entonces mira hacia arriba por si ha venido de otro campo. No entiende nada y les echa la bronca a sus amigas porque le han dado un pelotazo. Ellas se miran extrañadas, diciéndole que no. Angus no puede apoyar el pie y, tras acudir a las monitoras del gimnasio, acude a Urgencias en compañía de una de sus amigas.
Sentada en una silla de ruedas, mientras la atosigan a preguntas —¿Ha tenido fiebre, contacto con paciente Covid, mareos, malestar? y contestando a todo que no, aunque empieza a tener síntomas de todo, se imagina teniendo que entrar en quirófano y quedando coja de por vida. Por suerte está allí su amiga que la distrae de sus pensamientos más aprensivos.
Tras una atención sorprendentemente rápida, Angus sale agradecida de su amable pasada por el hospital con una leve rotura fibrilar del gemelo, habiéndole prescrito frío en la zona y reposo de dos semanas.
Al día siguiente, al poco de despertar, nota un fogonazo de luz blanca. Doña Angustias intenta no darle importancia. Al poco tiempo, ¡otro! —Ya está, piensa, a lo mejor es un efecto secundario del ibuprofeno… O quizás me estoy muriendo, y la rotura del gemelo no es sino un síntoma más de que voy a palmarla. ¡Otro fogonazo!
Entra en bucle hipocondriaco: está convencida de que le queda poco tiempo, horas quizás. Se incorpora con mucho cuidado pensando que quizás debería acudir a Urgencias. Quizá se pudiera hacer algo por el hilo de vida que le queda.
De repente, ya sentada en la cama, ve que la luz no viene de su cerebro moribundo,
sino de la lámpara de la mesa de noche, que hace mal contacto.
Se debió quedar encendida y, de vez en cuando, se enciende y se apaga rápidamente. Doña Angustias respira aliviada, con un consuelo difícil de describir.
Se levanta y cuando se mira en el espejo con la bata de pelo, el pijama, los calcetines gordos por fuera y de puntillas porque no puede apoyar el pie, visualiza claramente un espantoso fauno y se echa a reír a carcajadas. Así es Angus. Del pánico a la risa, con pademia incluida.
Toda ansiedades. Todo descojone.
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