Enciendo una cerilla para prender una vela. Una vez que escucho el crepitar, me quedo mirándola, contemplando cómo se consume. Se apaga antes de llegar a la mitad del palo, que sostenía la llama.

Pienso en las personas que se extinguen -como el cerillo- sin haber consumido la totalidad de su tiempo; pienso en cuántas ni siquiera quemaron la cerilla: salieron rotas de la caja y ni aun se enteraron de lo que iba la vida. Pienso en todas aquellas que no llegan a consumir toda la madera, pero están deseando que se apague porque su existencia quema, duele.

Yo me siento fósforo recién prendido. Como si todo estos años hubiera permanecido guardada en la caja, esperando. Sin embargo, sé que es una ilusión: siendo optimista, he agotado prácticamente la mitad del palo de madera. La mitad ya. Y yo pensando que el azufre y el clorato potásico recién chisporrotearon. Combustión.

Aunque quizás yo no sea cerilla, sino vela…

Esa que apago y enciendo según me encuentre, me acuerde o me apetezca. Puede llevarse largas temporadas sin lumbre. Y ahí sigue, impertérrita, con su cera esperando a ser consumida por el calor de la llama.

Sí, definitivamente soy vela. Y estoy recién empezada, aunque hace ya mucho que me prendí por primera vez; llevo sobre mí el polvo del tiempo transcurrido, aparentemente mustia por momentos.

He visto incalculables atardeceres. Pero todavía me queda mucha luz que dar.

O eso quiero pensar. Eso necesito pensar. No soy cerilla.

Soy vela.

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