Érase una vez un niño cualquiera con UN SUEÑO.

Ese niño era del sur del sur, aunque había nacido y vivía en la capital del país. Pasaba los días abrazado a su guitarra, admirándola, sacando lo que podía de ella a pesar de que a su madre no le hiciera especial ilusión ese gusto suyo, además de ver el sueño de su hijo como una utopía. Por suerte, su padre sí que lo comprendía y apoyaba, ya que la música formaba parte indispensable de su vida.

Érase una vez una niña cualquiera con UN SUEÑO.

Esa niña era del sur del sur, aunque había nacido en la otra punta del país. Pasaba los días bailando, leyendo, escribiendo e imaginando. A su madre no le hacía especial ilusión ese gusto suyo, además de ver el sueño de su hija como una utopía. Su padre, aunque soñador, no intuyó que le hacía falta un guía y un apoyo.

El niño creció y luchó como un jabato para hacerse un hueco en la música, persiguiendo la quimera: dando él cinco pasos hacia delante y la utopía otros cinco alejándose de él. Lo hizo caminar.

Y lo logró, vaya si lo logró.

La niña creció sin ser consciente de que ese sueño suyo podría hacerse realidad con esfuerzo, no supo ver que soñar despierta no era una pérdida de tiempo: se sueña a lo grande, que es como hay que hacerlo.

Entonces, un día cualquiera, la niña escuchó a un chico cantar.

No es capaz de recordar dónde, pero seguramente sería en la radio, o quizás en la televisión. Ese chico era el niño que soñaba abrazado a su guitarra y ella quedó prendada de él, de su música, de sus letras, de su pasión, de su ternura.

Ella siguió con su vida: estudiando, trabajando, lo «normal». Nada de sueños inalcanzables. Él seguía soñando: seguía creciendo y luchando hasta convertirse en una estrella internacional. Y ella lo escuchaba. Siempre. Todos sus discos, aprendiéndose cada nota, cada palabra, cada gesto imperceptible.

Hasta que poco a poco, sin darse cuenta, por motivos que ahora no vienen al caso, empezó a perder la ilusión. Ni se enteró de que ocurría. Había perdido la capacidad de soñar, los pájaros de su cabeza habían volado. Y el último disco que sacó lo guardó en un cajón, sin ni siquiera abrirlo. Sin curiosidad alguna por escucharlo. Y lo olvidó. Y sacó otro disco más y ni siquiera hizo nada por tenerlo o que se lo regalaran. ¿PARA QUÉ?

Pero llegó el momento en que despertó del letargo, se plantó y tomó las riendas de su vida. Y cuando comenzó a encontrarse a sí misma volvió a escuchar música, y volvió a escucharlo a él. Al cabo de un tiempo, volvió a sacar otro disco. Y ella rogó al cielo por tenerlo en sus manos y escucharlo y aprendérselo como hiciera con todos los anteriores, desde hacía ya casi treinta años.

Y -¡oh, casualidad!-.

Resulta que el chico del sur del sur que nació en la capital del país era del mismo sur del sur que ella, que había nacido en la otra punta del país. Y hoy, un día cualquiera pero que no lo es, lo han hecho Hijo Adoptivo de esa ciudad del sur del sur que se bebe el sol.

Alejandro Sanz, un maestro del talento, la humildad, la perseverancia y el esfuerzo; un experto del apasionamiento, del hacer las cosas desde el corazón, desde lo más profundo, sacándolo de las entrañas.

Alejandro Sanz, Hijo Adoptivo de Cádiz.

Y ella lloraba en su sofá, de puro orgullo, de pura emoción, y porque hacía relativamente poco que se había dado cuenta de que algunas veces los sueños se cumplen si se sueña muy fuerte, como diría Antonio Banderas.

Lo estaba viendo, lo tenía frente a sus ojos. Y pensó que, a pesar del tiempo transcurrido, quizás nunca es tarde para perseguir una utopía, aunque ésta siempre le llevara unos pasos adelantados.

* El texto en azul y cursiva hace referencia a palabras de Alejandro Sanz.

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