Hace unos días tuve que salir a las «tierras extranjeras» de mi propia ciudad y fui caminando.
Cuando ya estaba lo suficientemente lejos de mi casa para tener la voluntad de darme la vuelta, escuché ese sonido infiel y maldito que solo puede significar una cosa: «el móvil se está quedando sin batería». ¿Cómo COJONES es posible, si lo he estado cargando esta mañana?
Pues sí, es posible. Y tanto, mona.

Seguí andando y cuando ya me hallaba en territorio completamente forastero, mi hijoputa precioso móvil se apagó.
¡Terror del horror horroroso! ¡Se acaba el mundo! ¡Quiero morir!
Pues la verdad es que no.
A ver, no voy a negar la obviedad de que miro mucho el teléfono, cual Oráculo de Delfos -¡si por lo menos lo fuera!-, pero quedarme sin batería y sin posibilidad de carga hasta llegar a casa… Me dio tranquilidad, sinceramente.

Sentí que, por un rato, pasase lo que pasase en el mundo, yo permanecería en la más feliz de las ignorancias sin sentirme culpable (mi profesora de Arte tenía la máxima de «la ignorancia es atrevida». Yo añadiría que, para según qué cosas y/o momentos, es la alegría suprema).
Y comencé a hacer algo que hacía mucho que no realizaba de manera continuada, que es como me gusta hacerlo: OBSERVAR.

Me pateé gran parte del extranjero y, ya para la vuelta, esas maravillosas sandalias de verano que estrenaba comenzaron a desgañitarse rogando tiritas para mis pies. Así que me detuve en la parada de autobús más cercana para retornar a la City (entiéndase aquí la jocosa ironía).
Ya apoltronada en mi asiento, seguí observando -cosa que no hubiera hecho JAMÁS si hubiese tenido el móvil: tal como me subo, teléfono al canto- y no recuerdo qué vi, que me recordó a alguien.
De pronto, esa mujer se transformó en un personaje, del cual comencé a escribir tal como llegué a casa. Solo lo esbocé, porque estaba realmente cansada, pero no quise que la esencia que tenía tan clara en ese momento se volatilizase. Fue la primera vez que un personaje de verdad venía a visitarme para quedarse, o eso parece.
Si hubiera ido mirando el móvil, enchufada con el mundo, no hubiera conectado conmigo y ese personaje no me hubiera encontrado. Por tanto, se confirma lo que ya sospechaba: que estamos atontaos. El teléfono smart sí que es, lo que ya dudo es si esa inteligencia la trae el móvil o nos está sisando la nuestra, así por la cara.
¡Ojito!

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