Ayer, después de veintidós días sin asomar la nariz a la calle, bajé al súper.

Estaba ansiosa, nerviosa, sentía miedo, preocupación. También respeto. Cuando bajé me inundó la tristeza. En una de las principales calles del centro seguían colgando las luces de Carnaval, con sus antifaces invitando al esparcimiento. Ahora contagian languidez, ahí suspendidos de los cables, sin motivo.

Bajando llegué a la plaza central, donde estaba montado el palco para la Semana Santa, sin sillas. Era como si el tiempo se hubiese parado. Ahora entiendo mejor esos restos arqueológicos que describen una estampida: de pronto una ciudad fue abandonada y quedó tal cual. Algo ocurrió que todo se plasma como en una fotografía, las personas desaparecieron o se trasladaron y ahí permaneció, paralizado, en un tiempo que nunca se detiene.

Todo cerrado, pero no era como un domingo. Un silencio ensordecedor en la calle. Algunas personas caminan, como yo, con mascarilla y guantes, poniendo empeño en no cruzarnos, esquivándonos. Qué pena. Una mujer se para en mitad de la cuesta con el carro de la compra, asfixiada. No me imagino que yo, bastante más joven y haciendo ejercicios en casa a diario, estaré igual a mi vuelta.

Llego a la zona del mercado y otra vez. El silencio. No me había dado cuenta de lo bulliciosos que somos. Las calles parecen más grandes, más anchas. Nadie habla, nadie ríe. Tengo que hacer cola fuera para entrar en el supermercado. Reparten guantes para los que no llevan. Ahí dentro parece que no ocurre nada, las estanterías están llenas; solo se nota en el caminar flojo de las personas, con mascarilla y guantes, intentando no tropezar con nadie. Después de no sé cuántas vueltas me pongo en cola.

Me agobia mucho la mascarilla. Me quita el aire. Lo guardo todo apresuradamente y cruzo enfrente, al mercado. Más de lo mismo.

Cuando por fin me dirijo a casa, cargada, el aire me falta. Estoy muy cansada. ¿Cuánto tiempo estuve ahí afuera? Pareció un día entero y no llegó ni a dos horas. Echo de menos la serenidad y seguridad de mi casa. Respirar sin mascarilla, que el aire entre en mis pulmones sin tabiques de trapo.

Todo parece irreal, menos mi extenuación. A duras penas entro en el patio de mi casa -que es particular- y llamo al ascensor. La bolsa donde llevo los huevos y las fresas hace salto con triple tirabuzón y se estampa en el suelo. Yo maldigo con palabras malsonantes que no repetiré aquí, por obvias. Llego a casa, asfixiada, agotada y con la firme determinación de que no bajaré más hasta que acabe este retiro.

Prefiero el encierro que ver mi ciudad así.

Sí, las ciudades las hacen las personas y, cuando todo esto acabe, la alegría retornará a las calles porque son sus gentes, ahora confinadas, las que suministran de alegría a cada calle, a cada rincón. Con nosotros no ha podido ni el Levante más cargante. Cuando salgamos, de verdad, no seremos como antes. Espero un gentío en su mayoría mejorado, evolucionado, pero con su risa intacta. Aquí somos así y nada, ni un «chiriviru de estos», va a acabar con la Alegría que es nuestra tarjeta de presentación.

Dedicado a todas las personas y sus amados lugares.

Volverá la Alegría. Ánimo.

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