«Yo confieso (…) que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…»

Y, después de aprendernos estas lindezas de firma judeocristiana con ocho o nueve años, interiorizarlas y decirlas en voz alta, delante de los demás, mientras nos dábamos golpes en nuestros pequeños pechos para que quedara claro que era nuestra culpa y de nadie más, desechamos todo esto, pensando que quizá sea inocua: esa palabra tan asquerosamente inútil y que solo sirve para hacernos sentir mal.

No, nunca fui a un colegio religioso -gracias a que mi padre se negó en redondo por conocer bien lo que se podía cocer en ellos-, ni falta que hacía, cuando la religión era asignatura obligatoria desde la más tierna infancia.

Cuando la catequesis para prepararte para la Primera Comunión era algo que había que hacer, sí o sí. No hacerla te convertía en hereje o en un ser raro, fuera de lo socialmente establecido, por eso incluso en casa de ateos -como era mi caso- se tomaba la hostia de manos del cura de turno. El mío era desagradable, antipático y soberbio. O así lo intuí yo.

Y es que la culpa nos hace débiles y estar en manos de los demás. La culpa no sirve para casi nada, salvo para echar balones fuera, trasladando nuestra responsabilidad a otros, evitando solucionar el problema generado o pedir perdón por ello: la culpa es la penitencia que debemos cargar por nuestro errado comportamiento. El sentimiento de culpa nos daña, nos hace adoptar el papel de víctima, generando impotencia e inacción, que nos impide actuar y solucionar el problema en el momento presente. La culpa nos deja anclados en el pasado, en el hubiera o hubiese. Este tiempo verbal debería estar prohibido.

En el otro lado de la moneda encontramos la responsabilidad, que nos empodera. Nos hace fuertes porque tomamos el control (véase aquí por qué se utiliza la culpa en lugar de la responsabilidad en según qué círculos), reconociendo que somos humanos y nos podemos equivocar y solucionar -si es posible- el problema generado. O simplemente reconocerlo, pedir perdón y tomarlo como lo que es: un aprendizaje. Etimológicamente responsabilidad significa la capacidad de responder a cada situación de la vida.

La responsabilidad va de dentro hacia fuera, ancla en el presente e impulsa hacia el futuro. La culpa es una cárcel ubicada en el pasado, en la que no se para de rumiar, sin aportar soluciones y generando una desazón tóxica en las tripas y la mente.

¿¡Qué culpa, qué gran culpa, qué pecados tan horribles de palabra, obra u omisión podrían haber cometido unos infantes!? Poca cosa o ninguna, pero la palabra siembra. Aquí se desparrama la culpa y, como mala hierba que es, se apodera del alma y de las emociones, de la inteligencia y los sentimientos, quedando atrapados por ella, a veces de por vida. En el mejor de los casos zafarse es el remedio, si la consciencia se da cuenta de las intenciones de sus pegajosas zarpas.

Cuando percibimos la manipulación sufrida todo es más fácil: nos preguntamos a qué se debe su visita y, con sus repuestas, generamos herramientas que nos reconcilian con nosotros o la situación en cuestión. Y nos hace desear ser responsables de nosotros mismos. Porque nos hace libres.

Las descripciones de culpa y responsabilidad han sido sacadas de la web http://www.coaching-psychology.es

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