Ayer fui a ver el esperadísimo documental sobre Juan Carlos Aragón, «Palabra de Capitán».

Después de que el bicho nos dejara a la expectativa con su fecha de estreno, el pasado jueves, por fin, vio la luz.

Sin hacer spoiler, o sea, sin destripar ni intención de ello, os diré que disfruté muchísimo la película documental, que reí y lloré y a veces las dos cosas a la vez. Fue emocionante escucharlo y verlo en pantalla gigante. Estremecedor oir a su padre, sus amigos y su mujer. La persona y el personaje, a veces uno dentro del otro, a veces solo uno; otras, bien diferenciado.

Salí del cine con la misma certeza que sentí el día de su muerte: cuántas maravillas se volatilizan con su marcha. Está claro que la muerte de cualquier persona causa pena y vacío, pero cuando es alguien que sirve de referente, uno de tan altas miras y con tanto que decir a una cantidad ingente de personas sedientas de palabras cosidas a la música, el agujero se torna negro.

Es, efectivamente, como esa región finita del espacio que se traga hasta el último rayo de luz. Te deja a oscuras, como muy bien refleja el documental, pero en lugar de dejarnos llevar por el peso de la gravedad, esperando algo que no se sabe muy bien qué es ni si va a venir, tengo la optimista sensación que, desde que ocurrió, algo se ha movido. Algo grande, pesado y que estaba ahí anquilosado, como una gran losa encajada desde tiempos inmemoriales. No sé, lo mismo soy yo, pero mis tripas me dicen que no, que hay algo más.

Parece que estamos abandonando esa maldita costumbre de tirarnos pedruscos gordos sobre nuestro propio tejado. Noto más receptividad a la hora de crear una industria, que ya existe; si acaso de que ésta sea llevada por los que tienen que llevarla y no que vaya sola o dando bandazos, como una manguera enchufada a un grifo de agua a presión.

Si algo ha hecho Juan Carlos por el Carnaval, además de muchas cosas, es ubicarlo en el lugar que debe estar. Ciertamente que otros autores también han colaborado con sus sendas patadas en la puerta, pero tras esos primeros puñetazos en la mesa, venía él para colocar. Y no en cualquier sitio, no valía cualquier lugar. Tenía que ser el mejor, el espacio privilegiado: el punto donde todos quisieran mirar, aunque no pudieran llegar. Y para eso Juan Carlos era el mejor: con su filosofía canalla, poética a lo Neruda, condenada antes de empezar, remando desde su góndola con acento transoceánico y gaditanísima en su justa medida. Fue su palabra la que lo cambió todo.

Palabra de Capitán. Sin pecado concebida.

La fotografía pertenece al cartel de la película documental «Palabra de Capitán»
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