Anoche, en el programa El Hormiguero, hicieron un experimento sociológico: algunos haters tuvieron el valor de dar la cara y explicar el motivo de esos tweets tan llenos de odio, y el por qué de ese intenso sentimiento hacia esas personas públicas en concreto.
La sorpresa venía cuando el sujeto odiado
en cuestión hacía acto de presencia.
En ese momento, el odiador profesional se desinflaba como un globo. Sin embargo, lo que más me llamó la atención, además del desinche hasta rozar el peloteo, fueron las emociones sin control que salían disparadas de aquellas bocas.
Soy de las que piensa que todo el mundo, por lo menos una vez en la vida, debería ir a terapia. Todo el mundo, sin excepción. Tras ver el experimento, no solo me reafirmo, sino que ratifico convencida que hay personas a las que habría que poner como preferentes.
Es cierto que cuando te llegan estos tipos de mensajes, que casi todos en algún momento hemos sufrido, lo que te entran ganas es de coger al susodicho hater por el pescuezo y retorcérselo como a un pavo. Pero después de darme cuenta de tal cantidad de carencias, lo que hay detrás de esas palabras, el vacío que esconden, lo que me nace es cogerlos de la mano y llevarlos a un buen psicólogo.
Tengo bastante claro que dentro de este ámbito hay dos tipos de seres: los malos per se -sí, la maldad existe- y los que no han podido o ni siquiera conocen qué es aquello de gestionar emociones; esas cositas que están dentro de las molleras -cubiertas de pelo o no-, que conectan con el resto del cuerpo y, al no encontrar salida, son escupidas y vomitadas a través de una pantalla.
La envidia, el desconocimiento, la ignorancia ex profeso, el sentimiento de inferioridad, el narcicismo, el preocuparse de lo de fuera en vez de ocuparse por lo de dentro, y un largo etcétera, causan estos comportamientos que pueden derivar incluso -no tengo pruebas, pero tampoco dudas-, en psicopatías, trastornos y enfermedades mentales. Y físicas. Porque nuestra mente no va por un lado y el cuerpo por otro. Todo lo que nos compone como individuos forma un todo y está relacionado.
Qué feo cuando ven enfrente,
a modo de espejo,
el daño que han generado.
Qué feo se ve el reflejo de eso que escriben -¡con lo bello que es escribir!- y envían instantáneamente por canales invisibles que nadie ve, y que son ellos mismos. Porque no olvidemos que nos los cruzamos a diario por la calle, los conocemos -o eso creemos- y nos atienden amablemente en algún negocio. No llevan ninguna marca, ni son monstruos que nos avisen del veneno que llevan dentro e inoculan, desde el anonimato, a diestro y siniestro.
Anoche sentí miedo y ternura a la vez, porque estas personas -más bien proyecto de ello- no son conscientes de la basura donde su cabeza les hace vivir.
Es digno de lástima estar ahí,
en una caverna tan fea.
Lo sé porque, aunque yo jamás me he dedicado a ser una odiadora, sí he vivido en ese tipo de espacios algún tiempo: la mal llamada zona de confort, que ya sabéis que nombro como mierdizona; a veces sabes que estás en un lugar feo de cojones, pero otras ni eso, porque como tampoco conoces otra cosa, no puedes comparar.
Invertir lo más preciado que se tiene, el tiempo, en insultar y amenazar a personas que solo ves a través de una pantalla… Si Ray Bradbury viviera todavía, quizás él mismo le metería fuego a Fahrenheit 451, pensando que quizás había atraído a una especie de maldición profética.
Y todavía hay gente que tiene los santos bemoles de afirmar «lo desarrollados que estamos y lo bárbaras que eran otras sociedades pretéritas…: esos romanos, sacrificando cristianos en los espectáculos de los coliseos…» Hoy en día más de un hater lo haría, si fuera legal.
Ahora no vemos la carne desgarrada por las fieras hambientas, pero sí permanecemos impasibles, escondidos detrás de nuestros smartphones, mientras el odio avanza por espacios donde los demonios campan a sus anchas, violando con la palabra porque sí.
Y es que quizás tampoco hemos avanzado tanto, salvo por las pantallitas, y la verdadera evolución hay que cuidarla, porque se tarda poco en perder la humanidad (el amor) y volver al origen salvaje. Quizás hay que ganársela(o), aprenderla(o) y aprehenderla(o) a diario.
Quizá es como ha sido siempre.
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