Siempre hablé sola, sin ninguna pretensión.

Mi voz estaba ahí y discutía conmigo. Es cierto que siempre procuraba hacerlo en la soledad de mi cuarto, de mi casa. Aunque a veces me sorprendí murmurando por la calle.

Siempre pensé que aquella voz y la que contestaba era yo, ambas la misma persona. ¿Qué si no?


Sin darme cuenta, comenzaron los altibajos, las compras compulsivas, la alegría desmedida para acabar acostada en la cama durante semanas, sin poder moverme, decepcionada con el mundo pero, sobre todo, con quienes estaban a mi lado.


En euforia y disforia para mí la verdad es siempre una mistificación de la verdad: nada es como mis pensamientos me hacen creer.

Porque mi mente es una cosa, y yo otra. Ella me habla y yo le contesto. A veces le hago caso, otras no. Ya no sienta cátedra. Ya no somos una.

A veces la dejo boquiabierta, porque no se espera que le diga que no tiene piernas, por lo tanto vamos a donde yo diga. O que no tiene estómago, por lo que no me comeré ese pastel delicioso, pero que me sienta mal.

En esos momento se hace el silencio y, entonces, reconozco la felicidad.

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