Doña Angustias también está deseando despedir este año de ansiedad y de peste.
Teniendo en cuenta lo que ya todos sabemos, sumando que no se habla con su mejor amiga desde la última vez que salieron -y las multaron-, este año no puede ser más nefasto. Bueno, sí que podría serlo, no tentemos a la suerte.
Teniendo en cuenta cómo está la cosa, doña Angustias se despierta todos los días dando gracias por estar viva y -aparentemente- sana. Es lo que tiene ser hipocondríaca, que con cualquier cosita ella se siente agradecida.
A la señora Ansiedades la recorre un sudor frío cada vez que piensa que ahora, con tantas tecnologías, cualquiera puede toquetear sus dineros y, de pronto, dejarla sin plumas y cacareando. Pocas cosas hay que la agobien más que ver -aunque sea en su imaginación- la cuenta del banco vacía: «A ver cómo demuestro yo que antes había tanto y ahora no hay nada, con lo cabrones que son esta gente. Y más como está la cosa, que va a meter un explotío no se sabe muy bien por dónde; pero lo va a dar. Y gordo».
Rumiando, se ve en la calle, tirada, en harapos, porque siendo una homeless no podría llevar su fabuloso vestidor consigo. Se le ponen los ojos como dos platos llanos, respira hondo, se dirige a uno de sus tesoros más preciados y empieza a pensar en todos los looks que puede crear con todo lo que hay ahí.
Entra en bucle gordo, su cabeza no puede parar de pensar en todos los atuendos posibles, sin retener ninguno, en todas las fotos que tiene en la carpeta del móvil para coger ideas y siente que la cabeza le va a estallar: «Tiene dos pares de cojones que me esté agobiando por la cantidad de conjuntitos monos que pueden salir de aquí». Y es que aunque doña Angustias sea una agoniosa, es consciente de que la mayoría de sus paranoias son los llamados «problemas de primer mundo», pamplinas varias que, en verdad, casi nunca suelen tener importancia.
Se acuerda de su amiga Lola, de la que ha ignorado los innumerables mensajes, llamadas e incluso flores, reclamando su perdón. Mira el móvil como la que mira el Everest para escalarlo, lo coge y escribe: Hola, Lola. ¿Cómo estás? Esta tarde voy a ir a La Atenea, por si te apetece pasarte. Ya me dices. Con la situación cómo está, quiere arreglar lo que sí puede de este año de ansiedad.
Todavía está el mensaje viajando por la invisibilidad de las redes y ya está la Aliloi contestando: Del tirón. Nos vemos allí a las cuatro (emoticono de palmitas). Doña Angustias se sonríe y piensa que no está la cosa como para dejar de ver a su mejor amiga; al fin y al cabo, si tanto interés tenía por irse aquella última noche que salieron, ella es la que debería haber estado pendiente del reloj antes de que la policía las sorprendiera de jaraneo en aquel bar.
Así que, frente al armario, escoge los trapos que la acompañarán a la reconciliación con Lola. Eso sí, cuando se vayan de la cafetería, una media hora antes de lo que estipula la normativa pandémica para el cierre de lo «no esencial» -esto sería sobre las 17,30- vueltecita y para casa. Es lo que tiene este año de ansiedad. No queda otra.
«Quién me ha visto y quién me ve», se dice para sí, ansiando que se acabe este año porquerioso.
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