Doña Angustias quiere arreglar la despensa de la cocina —como si tuviera otra en su castillo de ochenta metros— y compra un par de fiambreras para organizar.
Cuando el domingo se dispone a hacerlo cae en la cuenta que, como siempre, las fiambreras solo son el principio.
Toca un Marie Kondo.
Para dejarlo todo como quiere tendrá que vaciar los dos armarios y ordenar todo.
Empieza a sacar productos y se percata de que tiene latas de fabada para pasar el próximo invierno: los «restillos» del avituallamiento que CaraAsco trajo para el confinamiento, como si fuera una auténtica guerra; paquetes de arroz para darle de comer a los talibanes de Afganistán y parte de Irán —previo cianuro en el agua—, como detalle agasajil.
Las dos fiambreras las llena pronto: una con todos los tipos de harina sin gluten que hay en el mercado, de las que la Ansiedades ha ido haciendo acopio; la otra, con un montón de hierbas para infusión que usa poco y se pregunta si se podrán fumar. Rápidamente destierra ese pensamiento.
Uno de los armarios ya está casi listo. Ahora toca el otro, colgado encima de la encimera y que llega hasta el techo, de tres baldas y haciendo esquina.
Cuando ya está acabando de limpiar para empezar a colocar, un apoyo de más de una de sus pezuñas en la balda superior hace que todo, las dos baldas esquineras y todas las botellas y copas que están en la parte de arriba se vengan abajo.
Doña Angustias se caga en todos lo santos y demonios del santoral, en alguno que no sabe si existe y en su puta vida.
Sudando cual cerdita estival, como si le hubieran echado una espuerta de agua por lo alto, doña Angustias lucha con las pesadas baldas para volver a colocarlas en su sitio.
No se ha roto nada. Los milagros existen, pero el encargado de repartirlos podría hacerlo en cosas más importantes.
Encaje de bolillos es poco: al estar en esquina la cosa se complica más y,
cuando por fin consigue ponerlas, la balda del medio está doblada, a lo torre de Pisa.
Por una milésima de segundo piensa en dejarla así.
La Ansiedades va al cuarto de baño a enjuagarse la cara por cuarta vez, y se pregunta seriamente por qué no se hizo un trocolón con las hierbas. «Por mi coño moreno que esto se queda puesto, y bien puesto», se dice cogiendo fuerza encima de la escalera.
Y sí, cayéndole las gotas de sudor por la espalda, la nariz y otros lugares que no vamos a mencionar, doña Angustias consigue colocar las puñeteras baldas. Contenta, lo ordena y guarda todo. Solo le queda recoger la ropa de la azotea, doblarla y guardarla para darse una ansiada ducha.
Mira el reloj: las ocho de la tarde. «A tomar por culo el día, pero… Ya está todo como quiero que esté», se dice orgullosa y en paz, después de la tranquila ducha y su ritual de cremas, escuchando Runaway.
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