Fue un día que estaba en Sevilla, en plaza Nueva.
Veníamos caminando de la plaza San Francisco cuando, al lado del quiosco, una señora se cayó al suelo. Acudimos a socorrerla y un par de personas más también se acercaron. Era una mujer de mediana edad, con gafas y que portaba su bolso, una bolsa de papel y una especie de maletín. Estaba muy asustada, porque el golpe había sido bastante fuerte. Yo cogí el maletín, y me quedé en segundo plano, como siempre he hecho ante estas situaciones. De toda la vida me he tenido por bastante cobarde con este tipo de acontecimientos: me pongo nerviosa, creo que voy a meter la pata, no sé qué hacer y no hago nada. Después me arrepiento y me siento muy culpable pero, en ese momento, me quedo paralizada.
Acompañamos a la mujer a un banco para que se sentara, tenía la cara y el ojo izquierdo lleno de sangre. Ella temblaba. La vi tan asustada que, no sé cómo, tomé el control de la situación, pidiendo a los demás un pañuelo de papel, mientras yo buscaba en mi bolso. Al quitarle las gafas, vimos que la patilla estaba rota por el golpe contra el suelo y era lo que le había provocado la herida que sangraba. Ella se tocó la cara y se llenó la mano de sangre, lo que hizo que se pusiera más nerviosa aún. Yo cogí un pañuelo, no recuerdo si mío o de alguien, y le limpié la cara, sorprendiéndome del cariño que ponía al hacerlo. Al quitar la sangre vi que la herida era muy, muy pequeña, y enseguida se lo comuniqué:
-No se preocupe, la herida que tiene parece un arañazo, es muy, muy pequeña, de verdad, no se preocupe.
-Es que no veo bien -añadió ella inquieta, sollozando.
-Porque tiene usted el ojo lleno de sangre, espere que se lo limpio. Pero no se preocupe, confíe en mí, que de verdad que la herida es muy pequeña.
Le limpié el ojo como pude y, al ver con mayor claridad, le bajó su nivel de turbación. Se había acercado también un guardia de seguridad que hablaba con la policía, por si era necesario llamar a una ambulancia. La señora, mucho más tranquila, dijo que no, que su marido trabajaba en una notaría cercana, que se llegaría en un momento para explicarle lo ocurrido. El seguridad insistió amablemente y ella, muy agradecida, volvió a responder con una negativa. Nos ofrecimos a acompañarla, pero nos contestó que ya se encontraba bien, que prefería ir sola. Del mismo modo, dando las gracias continuamente, de manera muy educada.
La dejamos ir, yendo detrás de ella, en la distancia. Era la primera vez que ayudaba de esa manera a alguien y me sentí extrañamente en paz: no habría nada más en el mundo mejor que ayudar a otra persona a hacerla comprender que estaba bien, que no corría peligro. Yo, en mi afán por limpiarla, me había manchado sin darme cuenta mis manos de sangre.
Caminando por las calles, en la puerta de un comercio, vi un bote de gel hidroalcóholico, heredero de tiempos pandémicos. Apreté el pulsador sabiendo que tenía cierto derecho a hacerlo, sin vergüenza a que el dependiente pudiera llamarme la atención. Eliminé de mis manos, que no tenían ningún tipo de herida, los churretones de la sangre que me era ya ajena y continué mi día.
Hace meses de esto, pero sigo recordado a la señora y la emoción que me embargó al verla caminar ya tranquila, aunque dolorida, en busca de su marido.
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Se siente bien ayudar a otros. Es una alegría única e irrepetible.
Un placer leerte.
Saludos.
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Así es. Muchas gracias por leerme. Un abrazo.
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