Desde bien pequeña me inculcaron la necesidad y las ventajas del ahorro.

Siempre escuché a mi madre, a mi tía y a mi abuela decir «hay que guardar para cuando no haya, para imprevistos y cualquier cosa que pueda surgir, como una hormiguita».

Pasando los cuarenta, pienso en la vejez, si es que me alcanza. Y es que, por mucho que digan en los distintos mentideros, ni los de mi generación, ni los que vienen detrás tenemos garantizada una pensión. Más bien todo lo contrario. Pero bueno, este asunto me daría para otro artículo.

El ahorro es una inversión: destinar unos activos o pasivos a un futuro que no sé si llegará pero, si me alcanzara, que me encuentre pudiendo costear lo necesario para una vejez digna. Y las generaciones que nos precedieron se preocuparon mucho por esto, por trabajar sin descanso para que -económicamente- no faltara o, como mínimo, lo hiciera lo menos posible.

Se habla mucho sobre esto, y todos conocemos la importancia que tiene el dinero. Y, de hecho, la posee. Pero nuestros mayores olvidaron -porque nadie se lo enseñó- que hay otras dos premisas importantes para llegar con un mínimo de pundonor a esa tercera o cuarta edad, que no tuvieron en cuenta. O al menos no de manera generalizada por parte de la sociedad y de los individuos.

No se tenía el mismo ímpetu ni la misma intención de invertir tiempo y esfuerzo en esto de los ahorros, el trabajo, pensiones, etc., que en los cuerpos y las almas de cada uno: esos que te van a acompañar hasta el fin de tus días sí o sí, en las condiciones que sean.

Voy a estar siempre conmigo, así que sería bueno procurar -al menos- caerme bien.

Casi todas las mañanas, por no decir todas, no me levantaría para hacer deporte. Es que se está mucho mejor en la cama, ¡dónde va a parar! Sin embargo, después de sudar lo mío y lo de mi vecina, me siento muy orgullosa de mí misma y súper bien… Es lo que tiene la endorfina, también conocida como morfina natural: una hormona que tiene potentes efectos analgésicos y ansiolíticos sobre el cuerpo, encargándose de reducir la sensación de dolor y anular las emociones y sensaciones negativas. Casi .

Puedo garantizar que a diario me comería tres dónuts de Casa Hidalgo, una pizza cuatro quesos y una tableta de chocolate rellena de caramelo. Pero no lo hago porque sé que es un bienestar cortoplacista: a la media hora me duele la barriga y, en los siguientes días, mi cuerpo rechaza de diferentes maneras -unas más escatológicas que otras- lo engullido sin control. Además, y más importante si cabe, no quiero ser yo la que me provoque una enfermedad cardiovascular, metabólica o del tipo que sea. Si me toca, que no sea porque compré más papeletas a sabiendas. Y que nadie se lleve a engaño: no siempre lo consigo, no lo hago todo perfecto, ni falta que hace, de ahí los dolores de tripa y demás. Que hay días que me cuelo tres pueblos -pasándome la preciosa teoría por salva sea la parte- y por qué lo hago daría también para otro artículo. Así que mejor continuo.

Nutriéndome y ejercitándome es la única manera que tengo para mantener mi cuerpo sano y activo, el máximo tiempo posible del que vaya a estar por aquí.

Soy como un yogur, sólo que la fecha de caducidad -al menos por el momento- permanece escondida.

¿Todo esto que hago me garantiza que me mantendré fuerte e independiente hasta el fin de mis días? No, pero son las únicas variables que controlo: es lo que yo puedo hacer para que eso ocurra. Después pueden venir enfermedades, accidentes y mierdas varias, que no está en mi mano controlar ni decidir. Igual que podría irrumpir una guerra, o una crisis económica del copón, donde los ahorros -si existieran- se esfumaran, como ya ha ocurrido otras veces a lo largo de la Historia; pero porque exista esa posibilidad, no voy a dejar de ser responsable con mi futurible yo y convertirme en cigarra. Pues esto es lo mismo. Lo único que puedo hacer es entrenar y alimentarme de manera sana, consciente, disfrutona y saboreando, de vez en cuando y sin atracones, alguna comida menos saludable, pero que para una glotona como yo forma parte indispensable de una vida satisfactoria. Esto en cuanto a este cuerpo que cuido con la esperanza de que sea funcional hasta el final (vestirme, asearme, ir al baño, caminar).

Al alma también hay que nutrirla. ¿Cómo? Pues conociéndome, dejando de hacer cosas -en la medida de lo posible- que no están alineadas con mis valores (tengo que conocer cuáles son); apartándome de compañías que para mí tienen comportamientos tóxicos. Dejar espacio para lo que disfruto: escribir, leer, escuchar música, conversar, ir a comer a algún sitio que me encante, dar un paseo, ir al teatro, bailar, viajar, no hacer nada, ver películas y series… En buena compañía siempre, es decir, o sola o con personas que me hacen bien: aquellas que por mi forma de pensar y de ser me aportan tranquilidad, sin tener que estar pensando en qué tengo que decir en cada momento para no molestar o no sentirme atacada por sus preguntas o respuestas.

Si me conozco lo suficiente, si sé quién soy, no perderé mi identidad cuando me jubile y tendré una serie de actividades que hacer, porque ya invertí parte de mi tiempo en ellas. Igual con las personas. Sé qué me hace bien y voy a por ello.

He ido corriendo como pollo sin cabeza detrás de esa cosa que llamamos felicidad durante mucho, mucho tiempo; y he llegado a la conclusión de que la calma, el sosiego, son las piezas clave de ella. O, al menos, así es como se construye la mía. No tirada indefinidamente en el sofá sin objetivos, sino procurándome el equilibrio con esas cosas que me sientan bien, siempre que la vida lo permita. Que sea ella, porque ella es así, la que provoque los altibajos. Y yo, con mis herramientas, ir sorteándolos; dejándome sentir cada emoción, agradable o desagradable, en cada momento.

Porque para una vejez -y una vida al fin- dignas no es suficiente haber sido previsor sólo en cuestiones pecuniarias. Es necesario invertir lo antes posible también en el continente -el cuerpo- y el contenido -el alma-. Miles de ejemplos que tenemos alrededor avalan lo que digo.

Para terminar, volviendo al principio, hay un detalle que -cuando menos- me parece curioso: el dinero guardado es la única de las tres inversiones que, empleado para esa vejez futura -si no se gasta- se queda sin utilizar. Así que habrá que aprovechar las otras dos y disfrutarlas al máximo. Como se suele decir: “Que me quiten lo bailao”.

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