El que maltrata siempre lo hace, independientemente de si el maltratador de rosa se viste, o con chándal Naik de contrabando decide ataviarse.
No importa si tiene dinero o no. Maltrata porque puede, porque el sistema lo permite, creando en serie posibles verdugos en potencia. Siempre tendrá a alguien a quien maltratar, porque el sistema se ha encargado de fabricar en serie posibles víctimas en potencia.
Se trata de un grupo de la población -mujeres- a las que se nos han negado las herramientas para ver y defendernos. El sistema así lo ha hecho, hasta ahora.
Me gusta pensar que la situación, aunque despacio, está cambiando, gracias a la educación en las casas, los colegios y los institutos. Gracias a la visibilidad y a abrir los ojos ante la realidad de que cualquiera puede ser verdugo o víctima, incluso sin darnos cuenta. A pesar de que el obtuso sistema se revuelve por permanecer: patalea fuerte y grita, desgarrado.
El maltratador puede ser -y es- de cualquier estrato social, puede ser rico a lo Onassis o pobre como una rata; blanco, gitano, negro o asiático. Se le juzga por lo que es y la acción cometida, en el mejor de los casos.
La víctima es juzgada y revictimizada por la ropa que lleva, si va maquillada y si pertenece a una clase social privilegiada o no. Dependiendo de esto, su relato entra a formar parte de una categoría. Parece que en este caso no se cumpliría el refrán de la mona aunque se vista de seda, mona se queda.
Está claro que el dinero da acceso a educación, estudios y medios con los que defenderte de un posible maltrato. Negar esto es negar una obviedad. Pero que dividamos a las víctimas en función de ello no me parece funcional y creo que nos hacemos un flaco favor a todas.
Todavía no ha nacido ninguna mujer con tantos privilegios como para hacerlo fuera de la sociedad patriarcal, por lo tanto, para no ser posible víctima de malos tratos, ya sean físicos o psicológicos. Recordemos que el maltratador –de rosa o con chándal Naik- lo encontramos en todos los estratos sociales.
Luego está la comparativa. Porque si comparamos en posibles a Rocío Carrasco con Rihanna, a la primera le quedan los privilegios a la altura del betún. Y si a la hija de la Jurado la comparamos conmigo, pues yo no tengo ni donde caerme muerta en cuanto a los medios con los que podría contar, pero si yo me comparo con una mujer que vive en una chabola, pues soy rica, pero si comparamos a esa mujer con otra nacida en Irán, ya me dirás cuál es la privilegiada. ¿Qué tenemos en común? Somos mujeres, todas criadas en el sistema patriarcal. Salidas de fábrica. En diferentes situaciones, por supuesto, pero ninguna libre de sufrir maltrato. Recordemos que hemos sido fabricadas como posibles y potenciales víctimas.
¿Acaso deberíamos darle mayor veracidad o ser más compasivos con la mujer de la chabola que conmigo? ¿Quizá si yo denunciara por maltrato, y voy vestida con un traje de chaqueta verde botella y unos zapatos rojo cereza de 100€, mi testimonio pierde veracidad ante el de aquella mujer que va en vaqueros y una camiseta de mercadillo? ¿Acaso mi sufrimiento es menor que el de cualquiera de las otras que he nombrado, estén por encima o por debajo en cuanto a clase social?
Por supuesto que la chica iraní lo tiene muchísimo más complicado que yo, pero dudo que crear categorías pueda ayudar a solucionar el problema.
Porque, a mi entender -y yo no soy ninguna experta, que quede claro-, dividimos, con el consiguiente alejamiento y, consecuentemente, se pierde fuerza. Porque la maquinaria machista se pone en marcha, independientemente de dónde estemos situadas social o económicamente. Es tan amplio su espectro, tan largos sus tentáculos, que siempre nos alcanza.
A mi modo de ver, la unión de todas será lo que pueda cambiar el paradigma de fábrica: desde la mujer que está tocando el techo de cristal y solo tiene que hacer fuerza con un dedo, hasta la que se encuentra abajo, soportando injusticias e invisibilidad. La de la parte alta está ahí, quizás nació bien arriba, o no. Quizá su madre estaba unos escalones por debajo. Seguramente su abuela ni siquiera supiera que existía un techo de cristal.
Pero, si en lugar de sostenerla, las de abajo le echan en cara a la que está arriba que hay que ver lo alto que está, quitándole su apoyo, o la de arriba pisotea las cabezas de las de abajo, en lugar de darles la mano, pues estamos jodidas. Las de arriba, las de abajo y las de en medio. Las de traje, camiseta de mercadillo y burka. Todas. Dividirnos en estratos sociales o económicos es eso: dividir.
Se trata, por tanto, de una lucha intergeneracional que integra a la totalidad de las clases sociales, en la que todas las personas que quieran ver debieran tener cabida. Es conseguir -al fin- una igualdad que nos ha sido arrebatada durante siglos por la fábrica de un sistema que unos pocos -hombres- han controlado y otros muchos han permitido a lo largo de la Historia.
No se trata de ponernos por encima, sino de caminar juntos, cada persona aportando lo mejor de su ser. Se trata de respeto.
Porque el maltrato es la punta del iceberg de una fábrica asquerosa, que esperamos haga aguas y se derrita por completo, en ese enorme océano de muertes y sufrimiento que ha generado el maltratador de rosa o vestido del rastro.
Cada caso es un mundo y categorizar es, en mi opinión, simplificar peligrosamente la complejidad del problema y lanzarnos piedras contra nuestro propio tejado, y este no es de cristal. Somos nosotras: de carne, hueso, mente y alma.
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