Muchos en la ciudad despedimos el Teofilato con alegría, por los tintes caciquiles que ya había adoptado el sistema y la dignataria en cuestión. Con la esperanza de que alguien de aquí, de las mismas tripas de Cádiz, supiera dar solución de una vez a los problemas endémicos de esta, mi ciudad, se celebró con regocijo la llegada de un nuevo alcalde al trono de San Juan de Dios. Cádiz, cuna de la Libertad.
Pero, -¡ay!- cuán equivocados estábamos cuando, con el paso del tiempo la miseria asomaba sus zarpas por cada esquina, ya no sin ponerle remedio, sino dándole cobijo y argumentos.
Cuando veíamos al alcalde desde la superioridad moral de su kichitril, despachando en la mesa de la cocina, en su piso de treinta metros, como si los sueldos que entran en su casa no dieran para nada mejor, si así lo deseara, que supongo que no, y en todo su derecho está.
El problema es cuando ese deseo es unidireccional: la igualdad que quiere el alcalde para todos sus conciudadanos y conciudadanas, nos arrebata nuestro derecho a elegir. Cádiz, cuna de la Libertad.
Resulta que no iba la cosa de alcanzar un bienestar para todo aquel que lo quiera y trabaje por ello, sino de una igualdad bajuna, miserable, que nos hace a todos iguales, pero por debajo: pobres o, por lo menos, que lo parezcamos.
Que no se note que te va bien, que no se dé cuenta nadie que ganas dinero en tu negocio, con tus representaciones artísticas o con el trabajo que estés desarrollando. La frase «ahí, tirando» con la bajada de párpados correspondiente por bandera. No vaya a ser que te digan que robas o que explotas, aunque el que eche catorce horas seas tú.
Y no vaya a ser que piensen -los demás, alguien, no se sabe quién- que se quiere hacer negocio con los muertos. ¿Se imaginan que esta idea se hubiera desarrollado con Federico García Lorca o Antonio Machado, por ejemplo? Que se difunda su obra y su persona, pero sin mucho bombo ni aires de grandeza, no vaya a ser que piensen que nos lo creemos.
Una horda desespera por tener los libros de Juan Carlos Aragón, por conocer más de él, más letras inéditas si las hubiera, de su proceso creativo en los viajes que dieron a luz después algunas de sus comparsas. Pero no. Mejor llevamos a un amigo, también carnavalero, que ha sacado un espectáculo y así le echamos el cable. Aunque no pegue ni con cola en el homenaje al de La Laguna, por mucha amistad que haya de por medio.
Que vengan dos a hacerse el gracioso aquí -que hay que tener dos pares-, a cantar una canción de su nuevo disco que -explicado con alfileres y doble tirabuzón- se supone que tiene que ver con el homenajeado. Ji, aro, aro. El único que se lució, aparte de la comparsa por supuesto, fue Kike Remolino: le salió del corazón y las tripas porque era algo hecho por y para Juan Carlos, que es de lo que se trataba. Vamos, digo yo. Lo mismo iba de mezclar churras con merinas y no me he enterado de nada.
Ya está bien de conformarnos con migajitas. Hay que pensar y hacer en grande, porque lo somos, a pesar de nosotros mismos y ese complejo de ji, aro, aro.
Que el Carnaval, nuestra idiosincrasia y la propia ciudad han llegado a lo que son a pesar nuestra, por un por cojones, porque es tan reconociblemente excepcional que quién no va a querer venir a contemplar a la que se pone a cantar para olvidar. Cádiz, la del tiempo que pasa y que deja pasar. Cádiz, tacita de plata, más de plata que tacita, la que siempre resucita por más veces que se muera1. O que la maten.
Así, a poquito a poco; como ejemplo ese edificio de nueva construcción de la calle Torre: habría que empalar -vamos a añadir metafóricamente- al «artista» que lo ha diseñado y a la persona responsable de aprobar tal aberración en el centro. Como tantas otras. Lo de los edificios para rehabilitar de administración pública -sea Ayuntamiento, Junta o Diputación- y que se caen literalmente a pedazos es para otro artículo. De dos tomos.
Todo suma. La arquitectura, el cuidado de la ciudad en sí, el saber valorarnos, el Carnaval, la industria de espectáculos que tenemos delante de la cara y no permiten desarrollar poniendo mil trabas. No se quiere o no se tiene la capacidad para ver. O ambas, que ya es mala suerte.
El 17 de mayo debería ser un día especial en nuestra ciudad, festivo, donde las letras y músicas del poeta lucieran por toda ella, de mil maneras. Que el mundo se partiera la cara por venir -otra vez- a consumir alta literatura a Cádiz, cuna de la Libertad.
El que pueda y lo quiera ver, que lo vea. Los que no puedan que deleguen y ayuden a los que sí; los que no quieran que se vayan al mamaero más lejano a continuar escudriñando sus miserias para, al menos, no molestar. Porque no es más miserable el que nada tiene, sino al que nada aspira y solo pone piedras en el camino de los demás.
1Parte de la letra del pasodoble Cádiz, Tacita de Plata, de la comparsa Los Millonarios, de Juan Carlos Aragón Becerra.
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