El sobreproteccionismo que vivimos desde hace algún tiempo está creando una sociedad boba e irresponsable. A las pruebas me remito: adolescentes de viaje de fin de curso en pandemia; contagios masivos -como era de esperar- e indignación por parte de los jóvenes y sus padres.

Padres y madres que han pagado ese viaje y han dado una palmadita en la espalda a sus amados retoños, mientras estos se lanzaban al bebercio y al Covid. ¿Qué esperaban? ¿Qué fueran responsables y se quedaran durmiendo cada uno en su habitación de hotel, guardando las distancias y con mascarilla? ¿Un guardia de seguridad en cada puerta, como si no se pudiese saltar por las terrazas, de habitación en habitación?

Por regla general, las personas no desarrollamos el lóbulo frontal del cerebro hasta los 21 años, es decir, que controlar impulsos y medir las consecuencias de nuestros actos antes de esta edad es como pedirle peras al olmo, aunque sí reconozcamos claramente lo que es justo y lo que está bien o mal. Por eso los adultos somos los que debemos poner freno a según qué cosas: así se enseña a recapacitar; se aprende y se gestiona.

Sin embargo, aquí no hay aprendizaje posible ya que en lugar de aceptar la equivocación, se tiran balones fuera y se piden responsabilidades -en este caso- al Gobierno balear. Porque claro, los niños -pobrecitos- tienen derecho a pasarlo bien. Pues no, no lo tienen mientras sea saltándose la normativa pandémica, como el resto de la población. Y no se puede -ni se debe- poner un policía por cada persona: para eso están los progenitores. Para decir NO cuando tu pollo, repleto de hormonas, propone un plan que sabes -porque lo sabes- se va a ir de las manos.

Mala suerte, chavales, lo siento, os ha tocado. Ya os iréis de viaje, botellón y discoteca cuando se pueda.

Qué va a ocurrir con una sociedad en la que sus miembros creen que tienen derecho a todo por el simple hecho de desearlo. Da miedo.

¿Educados? en el triunfo y acierto eternos, no vayan a coger un trauma: que no repita curso, quiere estar con sus amigos; tiene derecho a irse a una discoteca con los demás sin mascarilla, en pandemia; le compro un móvil con diez años y encima no vigilo lo que hace con él, porque tiene derecho a su intimidad; pregunto en el grupo de whatsup lo que tiene que hacer de tarea, para que no tenga ni el menor resquicio de responsabilidad, que es un coñazo. Como si la vida les fuese a tratar entre algodones porque son especiales. Más especiales que el resto de la Humanidad que ha poblado la Tierra hasta ahora.

Ojalá fuera así, pero todos sabemos -o deberíamos- que no.

Barrunto hostia generacional que, por desgracia, nos afectará a todos, hayamos contribuido a ella o no. Cuando papá y mamá no estén; cuando el dinero no alcance ni para un paquete de pipas; cuando el esfuerzo -y no el deseo- sea lo único que puedas hacer para intentar que tus sueños se hagan realidad; cuando a pesar de intentarlo mucho, no salga. Cuando tengas que meter las manos en el fuego a sacar las castañas, si es que las quieres. Si no, no te preocupes, el mundo seguirá girando.

Qué baño sin hacer pie de realidad. Cuántos ahogamientos preveo en un vaso de agua, mientras me avergüenzo viéndolos pedir libertad desde los balcones de un hotel. Pobrecitos.

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